miércoles, 7 de octubre de 2015

Me casaré contigo en misericordia y en fidelidad

Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo. Y añade: Y escuché una voz potente que decía desde el trono: «Esta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos». ¿Para qué? Pienso que para adquirirse una esposa de entre los hombres. ¡Cosa admirable! Venía a la esposa y no venía sin la esposa. Buscaba a la esposa y la esposa estaba con él. ¿No serán dos? En absoluto. Una sola —dice— es mi paloma. Sino que así como de los diversos rebaños de ovejas quiso hacer uno solo, de modo que haya un solo rebaño y un solo pastor, así también aunque tenía unida a sí como esposa desde el principio a la multitud de los ángeles, tuvo a bien convocar asimismo de entre los hombres a la Iglesia y unirla a la Iglesia del cielo, a fin de que haya una sola esposa y un solo esposo.

Tienes, pues, que ambos descienden del cielo: Jesús, el esposo, y la esposa, Jerusalén. Y él, precisamente para que pudiéramos verlo, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Pero ella, ¿en qué forma o aspecto, en qué atavío pensamos que la vio descender aquél que la vio? ¿Quizá en la muchedumbre de ángeles, que vio subir y bajar sobre el Hijo del hombre?

Sin embargo, será más correcto decir que vio a la esposa en el momento mismo en que contempló a la Palabra hecha carne, reconociendo a los dos en una sola carne. Porque cuando aquel divino Emmanuel trajo a la tierra el magisterio de la doctrina celestial, cuando en Cristo y por su medio nos fue revelada una cierta imagen visible de la Jerusalén de arriba, que es nuestra madre, y una visión de su dechado de belleza, ¿qué hemos contemplado sino a la esposa en el esposo, admirando al único e idéntico Señor de la gloria: al esposo ornado con la corona y a la esposa adornada con su joyas?

Así pues, el que bajó es el mismo que subió, para que nadie suba al cielo, sino el que bajó del cielo, el único y mismo Señor, esposo en la cabeza y esposa en el cuerpo. Y no en vano apareció en la tierra el hombre celestial, ya que de los terrenos hizo muchos hombres celestes, semejantes a él, para que se cumpla lo que leemos: Igual que el celestial son los hombres celestiales.

Desde entonces se vive en la tierra según el modelo del cielo, mientras a semejanza de aquella soberana y dichosa criatura, también ésta que vino desde los confines de la tierra, para escuchar la sabiduría de Salomón, se una —aunque con amor casto— al varón celestial, y si bien todavía no se una, como aquélla, movida por la belleza, no obstante está desposada en fidelidad, según la promesa de Dios que dice por boca del profeta: Me casaré contigo en misericordia y compasión, me casaré contigo en fidelidad. En consecuencia, se esfuerza más y más por adaptarse al modelo que le viene dado del cielo, aprendiendo a padecer y a compadecer, aprendiendo finalmente a ser mansa y humilde de corazón. Por eso, con un comportamiento tal procura agradar, aunque ausente, a aquel a quien los ángeles ansían contemplar, para que mientras arde en deseos angélicos, se comporte como ciudadana del pueblo de Dios y miembro de la familia de Dios, se comporte como la amada, se comporte como la esposa.

San Bernardo de Claraval
Sermón 27 sobre el Cantar de los Cantares (4.6-7)

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