lunes, 12 de octubre de 2015

Dios prefirió que la salvación del hombre viniese por el camino de la fe, más que por el de las obras

Mira: yo pongo mis palabras en tu boca, hoy te establezco sobre pueblos y reyes, para arrancar y arrasar, para destruir y demoler, para edificar y plantar. Pues si bien Dios habló en distintas ocasiones por los profetas, no obstante ¿por quién habló más claramente que por su Hijo, el cual, expresando todo el poder del Padre, dijo: Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado? Por tanto, no fue Jeremías —que padeció el destierro durante la cautividad—, sino el Señor Jesús quien, con sus palabras, erradicó de lo más íntimo del corazón los vicios de los gentiles, destruyó la perfidia de los pueblos y las perversas maquinaciones de los malvados, y abolió toda huella de iniquidad. Seguidamente, infundió la fe y la disciplina de la continencia, para evitar que, como en una vasija corrompida, se echara a perder la santidad de las virtudes con el confusionismo de los vicios.

Por eso, bellamente te dice el Apóstol: Pero la muerte reinó desde Adán hasta Moisés. ¿Qué otra cosa representa Moisés sino la ley, puesto que él es el intérprete de la ley? Pero el fin de la ley es Cristo Jesús. Así pues, reinó el pecado en el mundo y, en el pecado, la muerte, cual cruel e intolerable castigo del pecado.

Moisés, es verdad, nos enseñó a levantar las manos hacia el Señor, instituyendo el culto religioso. Pero la ayuda de la ley hubiera sido aún insuficiente, de no venir a la tierra Jesús en persona a cargar con nuestras enfermedades, el único que no podía ser abrumado por nuestros pecados, ni nuestras faltas eran capaces de abatir las manos de aquel que se rebajó incluso a la muerte, y una muerte de cruz, en la cual, extendiendo las manos, mantuvo en pie al orbe entero que estaba a punto de perecer, levantó a los que yacían, y se granjeó la confianza de todas las gentes, diciendo al hombre: Hoy estarás conmigo en el Paraíso. En esto consiste, pues, arrasar y plantar: desarraigar lo vicioso y plantar en el corazón de los individuos lo mejor. Hermosamente dice de él Moisés en el cántico del Éxodo: Lo introduces y lo plantas en el monte de tu heredad, lugar del que hiciste tu trono, pidiendo al Señor que introduzca a su pueblo en aquel vivero de preclara virtud y sabiduría, para radicarlo en su obra e instruirlo en las disciplinas de los preceptos celestiales, preparándose de esta forma una morada para su santidad. Todo esto, el Señor tiene a bien concedérnoslo no en virtud de un derecho hereditario, ni en atención a nuestros méritos, sino por sola su gracia. ¿Cómo si no podríamos regresar allí donde no pudimos permanecer, a no ser sostenidos por el privilegio de la redención eterna?

Por lo cual, nuestros padres, en cuanto descendientes directos y herederos de los patriarcas, plantados en la tierra de la promesa, se cuidaron muy bien de atribuirlo a sus propios méritos. Por eso no fue Moisés quien los introdujo, para que no se adjudicase este hecho a la ley, sino a la gracia; pues la ley examina los méritos, mientras que la gracia considera la fe. Esta es la razón por la que el Apóstol, imitador de la fe de los padres, dice claramente: El que planta no significa nada ni el que riega tampoco; cuenta el que hace crecer, o sea, Dios.

Ni te inquietes porque más arriba dijo: Tú mismo con tu mano desposeíste a los gentiles y los plantaste a ellos. De donde puedes deducir que no todo el que planta o riega puede hacer crecer; en cambio, quien es capaz de hacer crecer puede también plantar, como se dice del Señor que ha plantado a los pueblos. Efectivamente, plantó el mismo que dio fecundidad a la plantación, si bien sólo en aquellos que, mediante la fe de Cristo, merecieron agradar al Señor. Únicamente a él le dice Dios Padre: Tú eres mi Hijo, mi preferido. Por consiguiente, quienes son partícipes de Cristo, de él obtienen la gracia de agradar a Dios. Y bellamente dice: Te agradó en ellos, para que se vea observada la debida distancia. Y con razón se complace Dios en el Hijo, pues es igual al Padre y en nada inferior a él, pues se complace en razón de la naturaleza divina y de la unidad de sustancia.

Cristo agradó en nosotros a Dios, por ser él quien nos otorgó la posibilidad de agradarle. Conviene realmente que agrade a Dios en aquellos que él hizo a su semejanza y que él quiso que, por su imagen, gozaran de la prerrogativa de la gracia celestial. Así pues, Dios se complace en su imagen; en cambio, Cristo agrada a Dios en aquellos que fueron creados a su imagen. En ellos Dios derrama sus regalos y sus dones, que serán desvelados cuando llegue lo perfecto, pues cuando se manifieste lo que seremos, nos asemejaremos a él. Por tanto, la salvación se le confiere al hombre no en razón de sus obras, sino en virtud del mandato divino. Pues Dios prefirió que la salvación del hombre viniese por el camino de la fe, más que por el de las obras, para que nadie se gloríe en sus acciones e incurra en pecado. Porque quien se gloría en el Señor, consigue el fruto de la piedad y evita el pecado de presunción.

San Ambrosio de Milán
Comentario sobre el salmo 43 (10-14: CSEL 64, 268-272)

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