lunes, 26 de octubre de 2015

Aplastar bajo los pies a todos los prisioneros de la tierra

Tu tesoro es la fe, la piedad, la misericordia; tu tesoro es Cristo. No lo consideres terreno, esto es, como una criatura cualquiera, pues es el Señor de toda criatura. Maldito —dice— quien confía en el hombre; y sin embargo, la salvación me vino por medio de un hombre. Mira, no obstante, lo que dice el antiguo Testamento: hombre es, ¿quién lo entenderá? Pues bien, aquel hombre me perdonó todos los pecados no con poder humano, sino con potestad divina, pues era Dios encarnado en el Señor Jesús, reconciliando al mundo consigo y redimiéndolo de la culpa.

Nuestro precioso tesoro es la inteligencia. Si la inteligencia fuera terrena y frágil, acabará siendo consumida por la carcoma de la herejía y por la polilla de la impiedad. Elevemos, pues, y levantemos nuestros sentidos, ni juzguemos imposible que esta debilidad del cuerpo humano sea promovida al conocimiento de los celestes misterios, dado que el Señor Jesús, en quien estaban encerrados todos los tesoros del saber y del conocer, por su divina misericordia descendió a nosotros, para abrir lo que estaba cerrado, descubrir lo que estaba escondido, revelar lo que estaba oculto. Ven, pues, Señor Jesús, ábrenos también a nosotros la puerta de este profético discurso, pues para muchos está cerrada, aunque a primera vista se nos antoje abierta.

Dice: Tu palabra, Señor, es eterna, más estable que el cielo. Fíjate cómo debe también permanecer en ti, puesto que permanece y persevera en el cielo. Conserva, pues, la palabra de Dios, consérvala en tu corazón, y consérvala de modo que no se te olvide. Observa la ley del Señor, medítala; y que los decretos del Señor no se borren de tu corazón. La interpretación de la letra te urge a que lo observes con diligencia. Te lo urge el profeta cuando dice en los versículos siguientes: Si tu voluntad no fuera mi delicia, ya habría perecido en mi desgracia; jamás olvidaré sus decretos. Así pues, la meditación de la ley nos abre a la posibilidad de soportar y tolerar los momentos de tribulación, los momentos en que nos sentimos abatidos por la adversidad, de suerte que no nos dejemos hundir ni por la excesiva humillación ni por el desánimo. En realidad, el Señor no quiere que seamos abatidos por la humillación hasta la desesperación, sino hasta la corrección.

Por eso, el profeta Jeremías, en los Trenos, dice bajo esta misma letra: Aplastar bajo los pies a todos los prisioneros de la tierra, negar su derecho al pobre, en presencia del Altísimo, defraudar a alguien en un proceso: eso no lo aprueba el Señor. Y más abajo: De la boca del Altísimo no proceden las desventuras. Por tanto, la humillación que viene de Dios está llena de justicia, llena de equidad, pues de la boca del Señor no puede salir el mal. Finalmente, aquel que era humillado por el Señor exclama: Estando yo sin fuerzas me salvó.

San Ambrosio de Milán
Comentario sobre el salmo 118 (Sermón 12, 3-6: PL 15, 1361-1362)

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