miércoles, 29 de abril de 2015

Cristo, luz de las naciones y cabeza de la Iglesia

Carísimos: Vuestra fe no ignora, y estamos seguros de este vuestro conocimiento porque así nos lo asegura el Maestro celestial, en quien habéis depositado vuestra esperanza que nuestro Señor Jesucristo –que por nosotros padeció y resucitó– es cabeza de la Iglesia y la Iglesia es su cuerpo y que, en este cuerpo, la unidad de los miembros y la trabazón de la caridad es el equivalente de la salud del cuerpo.

Por consiguiente, quien se enfría en la caridad, enferma en el cuerpo de Cristo. Pero el que exaltó ya a nuestra cabeza, tiene poder para sanar hasta los miembros enfermos, con tal de que no haya que amputarlos por su redomada impiedad y permanezcan unidos al cuerpo hasta lograr la salud. Pues no puede desesperarse de la salud de lo que todavía está unido al cuerpo, mientras que lo que una vez ha sido amputado, ni puede ser curado ni sanado. Siendo, pues, él la cabeza de la Iglesia y siendo la Iglesia el cuerpo de Cristo, el Cristo total se compone de cabeza y cuerpo. El ya ha resucitado. Por tanto, tenemos la cabeza en el cielo. Nuestra cabeza intercede por nosotros. Nuestra cabeza, libre ya del pecado y de la muerte, nos hace propicio a Dios por nuestros pecados, de modo que, resucitando finalmente también nosotros y transformados en la gloria celeste, sigamos a nuestra cabeza. Pues donde está la cabeza, allí debe estar el resto de los miembros. Pero mientras permanecemos aquí, somos miembros, no desesperemos: seguiremos a nuestra cabeza.

Considerad, hermanos, el amor de nuestra cabeza. Está ya en el cielo y trabaja aquí en la tierra, mientras en la tierra se fatiga la Iglesia. Aquí, en la tierra, Cristo padece hambre, tiene sed, está desnudo, es huésped, enferma, está en la cárcel. Y todo lo que aquí padece su cuerpo, afirma padecerlo él. Al final, poniendo a su cuerpo a la derecha y separando a su izquierda al resto de los que ahora le vejan dirá a los de la derecha: Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.

Cuando hace un momento nos hablaba Cristo, nos decía que él es el buen pastor, nos decía que él es asimismo la puerta. Ambas afirmaciones encuentras en el texto: Yo soy la puerta y Yo soy el pastor. Es puerta como cabeza, pastor en relación al cuerpo. Pues dice a Pedro, sobre el que exclusivamente cimenta la Iglesia: Pedro, ¿me amas? El contestó: Señor, te amo. Pastorea mis ovejas. Y por tercera vez: Pedro, ¿me amas? Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez: como si el que leyó en la conciencia del negador, no viera la fe del creyente.

Por tanto, después de su resurrección, el Señor le interrogó no porque desconociera con qué ánimo confesaba él su amor a Cristo, sino para que con la triple confesión del amor, borrase la triple negación del temor.

Sermón 137 (1-3: PL 38, 754-756)

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