jueves, 17 de julio de 2014

Señor, Dios mío, atiende a mi súplica

Señor, ¿es que siendo tuya la eternidad ignoras acaso lo que te digo o ves en el tiempo lo que se hace en el tiempo? ¿Por qué entonces te cuento estas cosas? No ciertamente para que te enteres de mí, sino porque al narrarlas, potencio mi afecto y el de cuantos esto leyeren hacia ti, de modo que todos exclamemos: Grande es el Señor, y muy digno de alabanza. Lo he dicho y lo repetiré: lo hago por amor de tu amor.

Porque también oramos, y, no obstante, la Verdad dice: Vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que se lo pidáis. Por tanto, al confesarte nuestras miserias y tus misericordias para con nosotros te manifestamos nuestro afecto, para que, llevando a cabo la obra que en nosotros comenzaste, nos libres definitivamente, de suerte que dejemos de ser miserables en nosotros y seamos felices en ti, ya que nos has llamado para que seamos pobres en el espíritu y sufridos y llorosos y sedientos de la justicia y misericordiosos y limpios de corazón y artífices de la paz. Mira, te he contado muchas cosas, las que pude y quise, porque fuiste tú primero el que quisiste que te alabara a ti, Señor, porque eres bueno, y porque es eterna tu misericordia.

Pero, ¿cuándo seré capaz de enunciar con la lengua de mi pluma todas tus exhortaciones, todas tus amenazas, consuelos y providencias, mediante las cuales me condujiste a predicar tu palabra y a administrar tu sacramento en favor de tu pueblo? Y en el supuesto de que fuera capaz de enunciar todo esto por su orden, cada minuto es para mí un tesoro. Y ya hace tiempo que ardo en deseos de meditar tu ley y de confesarte en ella mi ciencia y mi impericia, las primicias de tu iluminación y las reliquias de mis tinieblas hasta que la debilidad sea absorbida por la fortaleza. Y no quiero que se me vayan en otras ocupaciones las horas que me dejan libres las necesidades del cuerpo, la atención al alma y la ayuda que debemos a los hombres y la que no les debemos y, sin embargo, les prestamos.

Señor, Dios mío, atiende a mi súplica, y que tu misericordia escuche mi deseo, un deseo que no sólo me quema a mí, sino que quiere ser útil a la caridad fraterna: y que así es, tú mismo lo lees en mi corazón. Que yo pueda ofrecerte en sacrificio el servicio de mi inteligencia y de mi lengua, y dame tú lo que yo pueda ofrecerte. Pues yo soy un pobre desamparado y tú rico con los que te invocan, y asumes con firmeza el cuidado de nosotros. Circuncida mis labios, interiores y exteriores, de toda temeridad y de toda mentira. Sean tus Escrituras mis castas delicias: ni yo me engañe en ellas ni con ellas induzca a otros a engaño. Hazme caso, Señor, y ten piedad de mí; Señor, Dios mío, luz de los ciegos y fortaleza de los débiles y, en un segundo tiempo, luz de los que ven y energía de los fuertes, atiende a mi alma y escucha a quien te grita desde lo hondo.

Confesiones (Lib 11, 1, 1-2, 3: CSEL 33, 283-285)

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