lunes, 14 de abril de 2014

La muerte de Cristo es fuente de vida

En nuestro último sermón, carísimos hermanos, os invitamos —no inoportunamente, según creo— a una real participación de la cruz de Cristo, de modo que la vida de los creyentes actúe en sí misma el sacramento pascual, y lo que veneramos en la fiesta lo celebremos en la vida. Cuán útil sea esto, vosotros mismos lo habéis podido comprobar, y vuestra misma devoción os ha enseñado lo provechosos que son, así para las almas como para los cuerpos, los ayunos prolongados, la intensificación de la oración y una más generosa limosna. Apenas si habrá quien no haya sacado provecho de este ejercicio y no haya atesorado en el secreto de su corazón algo de lo que justamente pueda alegrarse.

Habiéndonos, pues, propuesto como objetivo en la observancia de estos cuarenta días, experimentar algo del misterio de la cruz en este tiempo de la pasión del Señor, hemos de esforzarnos por conseguir asimismo una participación en la resurrección de Cristo, y pasar —mientras todavía vivimos en el cuerpo— de la muerte a la vida. Pues el signo de todo hombre que pasa de uno a otro estado —cualquiera que sea el tipo de mutación que en él se opere— es el de no ser lo que era, y, nacido, ser lo que no era. Pero lo interesante es saber para quién uno vive y para quién muere, ya que existe una muerte que es fuente de vida y una vida que es causa de muerte. Y sólo en este efímero mundo puede optarse por uno u otro tipo de muerte de modo que la diferencia de la eterna retribución depende de la calidad de las acciones temporales. Hemos, pues, de morir al diablo y vivir para Dios, darnos de baja a la iniquidad, para darnos de alta a la justicia. Sucumba lo viejo, para que nazca lo nuevo. Y puesto que —como dice la Verdad— nadie puede servir a dos señores, sea nuestro señor no el que a los erguidos arrastra a la ruina, sino el que a los abatidos levanta a la gloria.

Dice el Apóstol: El primer hombre, hecho de tierra, era terreno; el segundo hombre es del cielo. Pues igual que el terreno son los hombres terrenos; igual que el celestial son los hombres celestiales. Nosotros, que somos imagen del hombre terreno, seremos también imagen del hombre celestial. Debemos gozarnos enormemente de esta transformación, mediante la cual pasamos de la innoble condición terrena a la dignidad de la condición celestial, por la inefable misericordia de aquel que, para elevarnos hasta él, descendió hasta nosotros, de suerte que no sólo asumió la sustancia, sino también la condición de la naturaleza pecadora, consintiendo que la divina impasibilidad padeciera en su persona, lo que, en su extrema miseria, experimenta la humana mortalidad.

Sermón 71, sobre la resurrección del Señor (1-2: CCL 138A, 434-436)

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