martes, 29 de abril de 2014

El bautismo, un injerto para la inmortalidad

Para que en adelante nadie quedara en los infiernos, allí descendió Cristo en persona. Quien sirviéndose de la carne de que estaba revestido como cebo contra el infierno y derrocando su imperio con el poder de la deidad, en un momento rasgó el antiguo recibo de la ley, para conducir a los hombres al cielo. Al cielo, es decir, a un lugar que desconoce la muerte, el albergue de la incorrupción, obrador de la justicia.

En el marco de estos bienes has sido bautizado tú, recién iluminado; la iniciación se ha convertido para ti, oh recién iluminado, en prenda de resurrección; el bautismo es para ti una garantía de la futura vida en el cielo. Mediante la inmersión en el agua has imitado el sepulcro del Señor, pero de allí has vuelto a emerger, viendo antes que cualquiera otras, las obras de la resurrección. Recibe ahora la realidad misma de los bienes cuyos símbolos contemplaste. Toma como testigo de lo dicho a Pablo, quien se expresa así: Porque, si hemos sido injertados a él en una muerte como la suya, también lo seremos en una resurrección como la suya. Bellamente dice injertados, ya que el bautismo es un injerto para la inmortalidad, plantado en la pila bautismal y que fructifica frutos del cielo. Allí la gracia del Espíritu actúa de manera misteriosa; pero cuídate de minusvalorar el milagro confundiéndolo con las leyes operativas de la naturaleza. El agua tiene un fin utilitario, la gracia en cambio opera la regeneración y, en la pila bautismal, como en el seno materno, da nueva forma al que en ella se sumerge. En el agua, como en una fragua, forja al que a ella desciende. Le obsequia con los misterios de la inmortalidad y le confiere el sello de la resurrección.

La misma túnica bautismal te ofrece, oh recién iluminado, los símbolos de estos prodigios. Contémplate a ti mismo como portador de las imágenes de estos bienes: esa túnica, espléndida y fúlgida, te esboza las señales de la inmortalidad; el paño blanco que, a manera de diadema, ciñe tu cabeza, te predica la libertad; la mano lleva las insignias de la victoria alcanzada sobre el diablo. Pues Cristo te presenta ya resucitado: de momento, por medioce símbolos; en un futuro próximo, en su plena realidad, a condición, claro está, de no manchar con el pecado la túnica de la fe, de no extinguir con nuestras malas acciones la lámpara de la gracia, de conservar la corona del Espíritu. Entonces el Señor, con voz terrible a la vez que placentera para los hombres, clamará desde el cielo: Venid, vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. A él la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén.

De una antigua homilía pascual de autor desconocido
(PG 28, 1080-1082)

No hay comentarios:

Publicar un comentario