miércoles, 30 de abril de 2014

Cristo nos ha abierto las puertas de la eternidad

Si la inmolación de aquel cordero pascual lo hubiera perfeccionado todo, ¿de qué hubieran servido los sacrificios posteriores? Porque si los tipos y figuras hubieran aportado la esperada felicidad, habrían evacuado la verdad y la misma realidad. ¿Qué sentido tendría seguir hablando de enemistades canceladas por la muerte de Cristo, de muros quitados de en medio, de la paz y de la justicia que brotarían en los días del Salvador, si ya antes del sacrificio de Cristo los hombres fueran justos y amigos de Dios? Existe además otra razón evidente.

En realidad, lo que entonces nos unía a Dios era la ley; ahora, en cambio, es la fe, la gracia o algo similar. De donde se deduce que entonces la comunión de los hombres con Dios se reducía a una mera servidumbre; ahora en cambio, se trata nada menos que de la adopción filial y de la amistad. Pues es evidente que la ley es cosa de siervos, mientras que la gracia, la fe y la confianza es propia de los amigos y de los hijos. De todo lo cual se sigue que el Salvador es el primogénito de entre los muertos, y que ningún muerto podía revivir para la inmortalidad antes de que él hubiera resucitado. Por idéntica razón, sólo él pudo hacer de guía a los hombres por los caminos de la santidad y de la justicia. Lo corrobora Pablo cuando escribe que Cristo entró por nosotros como precursor más allá de la cortina. Y penetró después de haberse ofrecido al Padre, introduciendo a cuantos quisieren participar de su sepultura. Pero no muriendo ciertamente como él, sino sometiéndose simbólicamente a su muerte en el baño bautismal y que, ungidos, anuncian en la sagrada mesa y toman de modo inefable como alimento al mismo que murió y ha resucitado. Y así introducido por estas puertas, le conduce al reino y a la corona.

En efecto, el que reconcilió, aunó y pacificó el mundo celeste con el terrestre y derribó el muro que los separaba, no puede negarse a sí mismo, según escribe san Pablo. Abiertas para Adán las puertas del Paraíso, era natural que se cerraran al no guardar él lo que guardar debía. Puertas que Cristo abrió por sí mismo, él que no cometió pecado y que ni pecar podía. Su justicia —dice David—dura por siempre. Deben, por lo mismo, permanecer siempre abiertas de par en par para dar acceso a la vida, sin permitir que nadie salga de ella. He venido —dice el Salvador—para que tengan vida. Y la vida que el Señor ha venido a traer es ésta: la participación en su muerte y la comunión en su pasión por medio de estos misterios, sin lo cual no conseguiremos eludir la muerte.

De la vida en Cristo (Lib 1: PG 150, 510-511)

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