sábado, 20 de abril de 2013

Esperamos la eterna felicidad de la ciudad celeste

Y llegó Cristo: en su nacimiento y en su vida, en sus dichos y hechos, en su pasión y muerte, en su resurrección y ascensión tienen su cumplimiento todos los oráculos de los profetas. Envía al Espíritu Santo, colma a los fieles congregados en una casa, en la espera perseverante y anhelante del prometido Consolador.

Llenos del Espíritu Santo, de repente comenzaron a hablar las lenguas de todos los pueblos, refutan con valentía los errores, predican la salubérrima verdad, exhortan a la penitencia por las culpas de la mala vida pasada, prometen la indulgencia apoyados en la divina gracia. La predicación de la piedad y de la verdadera religión iba acompañada de los oportunos signos y milagros. Se alza contra ellos la temible infidelidad; toleran lo predicho, esperan lo prometido, enseñan lo mandado. Pocos en número, se dispersan por el mundo, convierten a los pueblos con admirable facilidad, se multiplican entre los enemigos, crecen con las persecuciones, se extienden hasta los confines de la tierra en medio de aflicciones y angustias. De hombres absolutamente sin pericia, abyectísimos y poquísimos, se dan a conocer, se ennoblecen y se multiplican preclarísimos ingenios y cultísimas elocuencias; someten a Cristo la admirable pericia de los hombres agudos, elocuentes y doctos, convirtiéndolos en predicadores de la piedad y de la salvación.

En la alternancia de la adversidad y la prosperidad, ejercitan una vigilante paciencia y sobriedad. Cuando el mundo camina hacia su fin y con la decadencia de las instituciones da pruebas de hallarse en el umbral de la última edad, ellos encuentran mayores motivos de confianza —pues también esto estaba anunciado— para esperar la eterna felicidad de la ciudad celeste. Y mientras tanto, la infidelidad de los impíos se alza contra la Iglesia de Cristo: ella vence padeciendo y haciendo profesión de una fe inquebrantable en medio de la saña de los adversarios. Habiendo llegado el sacrificio de la verdad revelada, durante siglos oculta bajo el velo de las místicas promesas, los antiguos sacrificios que lo prefiguraban, quedan abolidos con la misma destrucción del templo.

El mismo pueblo judío, rechazado por su infidelidad y desterrado de su patria, se dispersa un poco por todo elmundo, para llevar por doquier los sagrados Códices; de este modo los mismos enemigos se convierten en divulgadores del testimonio profético, que preanunciaba a Cristo y a la Iglesia, a fin de disipar la sospecha de estar amañado por nosotros con posterioridad. En las mismas Escrituras está preanunciada su incredulidad. Los templos y simulacros de los demonios, así como los ritos sacrílegos van desapareciendo poco a poco y según las alternancias predichas por los profetas. Pululan las herejías contra el nombre de Cristo, pero servidas como mercancía cristiana, para poner a prueba la doctrina de la santa religión. También esto estaba preanunciado.

Todo esto lo vemos cumplido, como leemos que estaba previsto. Y del cumplimiento de tantas y tales cosas, sacamos como conclusión la firme esperanza de que sucederá lo que todavía queda por cumplirse. ¿Y qué mente, ávida de eternidad e impresionada por la brevedad de la vida presente, se atreverá a contender contra la lumbre y la cumbre de esta divina autoridad?

San Agustín de Hipona, Carta 137 (16: PL 33, 523-524)

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