miércoles, 13 de marzo de 2013

Cristo expió nuestros pecados sin él haber pecado


El Padre envió al Hijo para que, en su nombre, exhortara y asumiera el oficio de embajador ante el género humano. Pero como quiera que, una vez muerto, él se ausentó, nosotros le hemos sucedido en la embajada, y os exhortamos en su nombre y en nombre del Padre. Pues aprecia tanto al género humano, que le dio a su Hijo, aun a sabiendas de que habrían de matarlo, y a nosotros nos ha nombrado apóstoles para vuestro bien. Por tanto, no creáis que somos nosotros quienes os rogamos: es el mismo Cristo el que os ruega, el mismo Padre os suplica por nuestro medio.

¿Hay algo que pueda compararse con tan eximia bondad? Pues ultrajado personalmente como pago de sus innumerables beneficios, no sólo no tomó represalias, sino que además nos entregó a su Hijo para reconciliamos con él. Mas quienes lo recibieron, no sólo no se cuidaron de congraciarse con él, sino que para colmo lo condenaron a muerte.

Nuevamente envió otros intercesores, y, enviados, es él mismo quien por ellos ruega. ¿Qué es lo que ruega? Reconciliaos con Dios. No dijo: Recuperad la gracia de Dios, pues no es él quien provoca la enemistad, sino vosotros; Dios efectivamente no provoca la enemistad. Más aún: viene como enviado a entender en la causa.

Al que no había pecado –dice–, Dios lo hizo expiar nuestros pecados. Aun cuando Cristo no hubiera hecho absolutamente nada más que hacerse hombre, piensa, por favor, lo agradecidos que debiéramos de estar a Dios por haber entregado a su Hijo por la salvación de aquellos que le cubrieron de injurias. Pero la verdad es que hizo mucho más, y por si fuera poco, permitió que el ofendido fuera crucificado por los ofensores.

Dice: Al que no había pecado, sino que era la misma justicia, lo hizo expiar nuestros pecados: esto es, toleró que fuera condenado como un pecador y que muriese como un maldito: pues maldito todo el que cuelga de un árbol. Era ciertamente más atroz morir de este modo, que morir simplemente. Es lo que él mismo viene a sugerir en otro lugar: Se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y una muerte de cruz. Considerad, pues, cuántos beneficios habéis recibido de él.

En consecuencia, si amamos a Cristo como él se merece, nosotros mismos nos impondremos el castigo por nuestros pecados. Y no porque sintamos un auténtico horror por el infierno, sino más bien porque nos horroriza ofender a Dios; pues esto es más atroz que aquello: que Dios, ofendido, aparte de nosotros su rostro. Reflexionando sobre estos extremos, temamos ante todo el pecado: pecado significa castigo, significa infierno, significa males incalculables. Y no sólo lo temamos, sino huyamos de él y esforcémonos por agradar constantemente a Dios: esto es reinar, esto es vivir, esto es poseer bienes innumerables. De este modo entraremos ya desde ahora en posesión del reino y de los bienes futuros, bienes que ojalá todos consigamos por la gracia y la benignidad de nuestro Señor Jesucristo.

San Juan Crisóstomo, Homilía 11 sobre la segunda carta a los Corintios (3-4: PG 61, 478-480)

No hay comentarios:

Publicar un comentario