lunes, 21 de enero de 2013

El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí, que beba

Como quiera que el Espíritu Santo es el donador de la caridad de que hablamos, oye al Apóstol que dice: El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.
¿Por qué el Señor, sólo después de su resurrección, quiso darnos el Espíritu, de quien derivan a nosotros los mayores beneficios, ya que por él el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones? ¿Qué es lo que quiso darnos a entender? Que en la resurrección nuestra caridad ha de ser ardiente, que nos aparte del amor al mundo y corra apasionadamente hacia Dios. Aquí nacemos y morimos: no amemos esto. Emigremos por la caridad,habitemos allá arriba por la caridad. Por la misma caridad con que amamos a Dios. 
Durante nuestra presente peregrinación, pensemos continuamente que nuestra permanencia en esta vida es transitoria, y así, con una vida santa, nos iremos preparando un puesto allí de donde nunca habremos de emigrar. Pues nuestro Señor Jesucristo, una vez resucitado, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él,según dice el Apóstol. Esto es lo que hemos de amar.
Si vivimos, si tenemos fe en el resucitado, él nos dará, no lo que aquí aman los hombres que no aman a Dios, o que aman tanto más, cuanto menos le aman. Pero veamos qué es lo que nos ha prometido: no riquezas temporales y terrenas ni honores o ejecutorias de poder en este mundo, pues ya veis que todo esto se da también a los hombres malos, para que no sea sobrevalorado por los buenos. Ni, por último, la misma salud corporal; y no es que no la dé, sino que, como veis, se la da también al ganado. Ni una larga vida. ¿Cómo llamar largo lo que un día se acaba? Ni como algo extraordinario, nos prometió a nosotros los creyentes, la longevidad o una decrépita ancianidad, a la que todos aspiran antes de llegar y de la que todos se lamentan una vez que han llegado. Ni la belleza corporal, que la enfermedad o la deseada ancianidad hacen desaparecer.
Querer ser hermoso, querer ser anciano: he aquí dos deseos imposible de armonizar. Si eres anciano, no serás hermoso, pues cuando llega la ancianidad, huye la hermosura. Ni pueden coexistir en una misma persona el vigor de la hermosura y los lamentos de la ancianidad. Así que no es esto lo que nos prometió el que dijo: El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí, que beba: de sus entrañas manarán torrentes de agua viva.
Prometió la vida eterna, donde no hemos de temer, donde no seremos perturbados, de donde no emigraremos, en donde no moriremos; donde ni se llorará al predecesor ni se esperará al sucesor. Y por ser de este orden las cosas que prometió a los que le amamos y a los que nos urge la caridad del Espíritu Santo, por eso no quiso darnos el Espíritu hasta ser glorificado. De este modo, en su propio cuerpo pudo mostrarnos la vida, que ahora no tenemos, pero que esperamos en la resurrección.

San Agustín de Hipona, Tratado 33 sobre el evangelio de san Juan (9: CCL 36, 305-306)

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